domingo, 12 de julio de 2015

Reincidencias

En los últimos tiempos estabas haciendo las cosas bien. Te levantabas por la mañana sin pensar en nada. No empezabas a funcionar hasta que te sentabas en el escritorio.Cuando te cansabas de empañar los cristales con el fatigoso aliento de tu pobre imaginación, o cuando te hartabas de levantar una por una las tejas de los edificios en busca de cualquier telaraña, nido o misterio que escondieran, tenías que salir a respirar. Te ibas en busca de una naturaleza cuyo lenguaje ya has olvidado, en busca de ese mensaje del viento que es ahora indescifrable. Si permanecías en silencio entre los árboles escuchabas en la lejanía de la hierba el rasgueo de una guitarra, o tal vez la escuchabas en la profundidad de tu alma, aún más insondable que la maraña de ramas que ocultan la luz. Intentabas rozar en la corteza de los árboles el rastro de las manos de algunos amantes que se habían cobijado en su sombra, que habían movido las hojas con su risa. Aquellos que sí escuchaban la melodía de cerca.Buscabas un jardín de hojas verdes, de esperanzas anchas, de plantas puntiagudas que hicieran cosquillas en la conciencia, una naturaleza fresca, suave y acogedora, que estuviera de algún modo custodiada por el rostro vigilante de un insigne poeta al que solías admirar, del que solías leer versos que crecían en la tierra.
De todos los lugares donde la naturaleza te abre sus ramas para mostrarte la fragancia que desprenden sus hijos, de todos los suelos fértiles donde puedes plantar ilusiones futuras, de todos los lugares donde crece la vida, tú eliges siempre tirar de la rama quebrada que vuelca en tu cabeza todos los recuerdos, tú decides cavar como el topo ciego en la tierra removida para ver junto a qué cadáver te acurrucas, entre qué huesos construyes tu hogar, y en qué agujero oscuro y podrido te llenas la boca de tierra. Por eso acabas siempre en el mismo parque. Hasta que un día lo ves y decides no volver más. Descubres que te ha visto y que viene hacia ti. Y ya no tienes tiempo de cavar en la tierra para ocultarte. Así que improvisas una sonrisa tan forzada, que parece que te han clavado agujas en las comisuras, que están tan profundamente hincadas en los pómulos que la punta afilada te pincha en alguna parte sensible de los ojos. Y quieres llorar pero te contienes, porque si lo haces sólo harás crecer la miseria que has sembrado a tus pies. No sabes adonde mirar mientras te habla. Estableces la zona intermedia en la nariz. Si miras más arriba vas a volver a sentir que te asomas a un pozo en el que es fácil caer, y si miras más abajo… ¡Joder, pero no mires!  
Sabes que te has delatado cuando ves cómo el triunfo ensancha su sonrisa, y ahora maldices día y noche haberte acercado a sus labios.